El cambio climático es un hecho. Cada poco tiempo, la comunidad internacional se esfuerza en promover nuevos acuerdos para proteger el medio ambiente: movilidad sostenible, medidas para evitar el exceso de residuos o reducción de la huella de carbono. Pero las circunstancias políticas de algunos países a menudo los ralentizan o los paralizan. Los convierten en papel mojado. Conviene recordar, por ejemplo, la firma pero el posterior rechazo a la ratificación del Protocolo de Kioto por parte de Estados Unidos, que también se salió del Acuerdo de París. En pos de los intereses puntuales de cada Estado, parece imposible poner de acuerdo al planeta entero, aunque sea en pos de una causa tan necesaria como la protección del mismo. Sin embargo, hace treinta y cinco años se obró el milagro. Así sucedió todo.
1913: se tiene conocimiento de la existencia de la capa de ozono
En 1913, los físicos Charles Fabry y Henri Buisson descubrieron que, entre las capas de gases que envuelven al planeta Tierra, había una que se extendía desde los 15 a los 50 km de altitud formada por ozono. Esta impedía que los rayos solares y los ultravioleta llegaran hasta la atmósfera. Bloquear esa radiación solar es vital para evitar enfermedades como el cáncer de piel o la depresión del sistema inmunitario, por lo que era esencial para la supervivencia de los seres vivos que se mantuviera en perfectas condiciones.
1974: se descubre el agujero de la capa de ozono
Tuvieron que pasar más de 60 años hasta que dos investigadores, Frank Sherwood Rowland y Mario Molina, dieran a conocer su fatídico hallazgo: los espráis de laca para el pelo dañaban esa capa. En realidad, un compuesto que había en ellas: los CFC (clorofluorocarbonos), también presente en los refrigerantes. Estaba abriéndose un agujero en la capa de ozono que nos dejaba desprotegidos y que era invisible, al contrario que puede suceder con el aire que respiramos. Por supuesto, las primeras reacciones fueron de no creérselo… o de no querer creérselo. Algunos responsables de empresas químicas calificaron aquel anuncio de «montón de basura», entre otras lindezas. Los intereses económicos y los de supervivencia de la raza humana se ponían unos frente a los otros.
Sin embargo, a partir de ese momento, y también con el apoyo de los movimientos de activismo ecológico de la época, comenzó a observarse aquel fenómeno. Y finalmente la comunidad internacional se convenció de que el mundo entero se hallaba ante un problema que urgía solucionar.
1987: la firma del Protocolo de Montreal
El 16 de septiembre de 1987, la Asamblea General de las Naciones Unidas se reunió y firmó el Protocolo de Montreal, donde los países firmantes se comprometían a abandonar la producción de sustancias que contuvieran CFC para reducir el agujero de la capa de ozono. Aun así, todavía hubo, en los años inmediatamente posteriores, quienes se mostraban reacios a dejar de producir este componente. Sin embargo, las reservas de algunos fabricantes lograron doblegarse y el 1 de enero de 1989, el Protocolo entró en vigor. Lo firmaron absolutamente todos los países del planeta, y hoy en día se considera el mayor logro medioambiental de la historia. Los CFC aumentaron a un ritmo constante hasta el 2000, año a partir del cual se redujeron a razón de un 1% al año. A este ritmo, se prevé que el agujero de la capa de ozono se habrá cerrado en 2050.
Y ¿qué hizo la industria?
Pues no le quedó más remedio que buscar alternativas no contaminantes para eliminar la producción de los CFC. En los sistemas de refrigeración, fueron sustituidos por HFC. Los aerosoles de las lacas quedaron atrás para utilizarse sistemas de bombeo que evitaran la incorporación de aquellos gases. Así que no solo se demostró que el planeta entero puede ponerse de acuerdo para su protección, sino que también la tecnología se puede poner al servicio del medio ambiente para buscar soluciones sostenibles.